Dpto. de Orientación
Texto: Pablo Montero
Sólo cuando sentimos realmente lo que puede estar sintiendo la otra persona, nos podemos poner en su lugar y dar una respuesta adecuada. Por eso es tan importante que para conocer a los hijos/as primero conectemos con nuestras propias emociones. Ponerse en el pellejo del otro pasa por saber qué ocurre en nuestra propia piel y eso no siempre es fácil. Hablamos de la empatía.
A veces, quienes tienen hijos, pueden sentir, y es comprensible, preocupación o culpa por pensar que no lo están haciendo bien como padres. Y no se trata de atender a esa parte de nuestra conciencia tan exigente a veces, sino de la responsabilidad de unos progenitores que tratan de mejorar día a día. El autorreproche dificulta el pensamiento y por tanto no ayuda en la relación con los hijos.
Cuando unos padres confían en que lo hacen lo mejor que pueden, cuando comprenden que ser padres y madres también es un acto de nacimiento que lleva un periodo de gestación, cuando no tratan de ser los padres perfectos, se encuentran en el día a día con los hijos con menos angustia y ello les permite poder estar en mejores condiciones para pensar y poder entender qué le ocurre a su hijo. Ser unos padres aceptables tal vez sea el objetivo. Y cuando surgen las dificultades, más que latigarse, a lo mejor se puede abrir una reflexión personal sobre cosas que se nos pueden escapar de las manos (inconscientes) y tienen que ver con nuestra propia infancia, nuestra relación con nuestros propios padres o sobre cómo asumimos nuestra maternidad o paternidad.
La empatía exige que a la otra persona se la considere como un igual, en el sentido que las emociones y sentimientos son comunes a todos, niños y adultos. Por eso debemos comprender al otro desde dentro, no por fuera, de una manera racional o intelectual.
Podemos, así, leer entre líneas, pero no sólo entre los renglones del que tenemos delante, si no sobre todo entre los propios, porque eso nos facilitará saber lo que el otro puede sentir; cuando hemos indagado en nuestros propios estados de existencia sentimientos como el amor, la ira, los celos, o la tristeza, cuando hemos atravesado algunos de nuestros fantasmas, se hace más fácil darnos cuenta de lo que el otro siente. Entonces, no son necesarias las técnicas ni los métodos, todo viene rodado.
Tal vez podamos intentar comprender a los hijos, a partir de aquel niño que fuimos, sin quedarnos atrapados en ese sentimiento infantil y sin dejar de funcionar como padres- adultos.
La tarea como padres y educadores se enriquece si existe un conocimiento a nivel emocional de uno mismo que ayude a tener más recursos en la relación con el niño.